“A vosotros, los muertos, os dejarán sin tiempo;
a nosotros, los supervivientes, nos dejarán sin lugar.”
María Zambrano
(Vélez-Málaga, 1904 - Madrid, 1991)
El Exilio
ARTÍCULO DE JUAN FRANCISCO COLOMINA, INVESTIGADOR DE LA UNIVERSIDAD DE ALMERÍA.
EL EXILIO Y LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN FRANCESES.
“El exiliado, el sin patria, es en todas partes un huésped indeseable que tiene que hacerse perdonar, a fuerza de humildad y servidumbre, su existencia".
Manuel Chaves Nogales, A sangre y fuego (1937)
Estas palabras del célebre cronista sevillano sirven para enmarcar la situación de cientos de miles de españoles que tuvieran que marchar forzosamente hacia el exilio por motivos políticos, ideológicos o simplemente arrastrados por el miedo a la situación vivida en la retaguardia franquista desde los primeros momentos del golpe militar.
La salida al exilio francés tiene un largo recorrido anterior. Centrándonos en Andalucía, ya desde el primer momento de la caída de Sevilla a manos de Queipo de Llano centenares de sevillanos, gaditanos y onubenses marchan hacia Gibraltar, Portugal o hacia las comarcas malagueñas. De la misma forma, bastante cordobeses huyen hacia zonas de Jaén, Granada y Málaga. La zona más tranquila es Almería. Precisamente nuestra provincia, al ser una zona de retaguardia, será capital cuando, en febrero de 1937, se produce la “Desbandá”. Es aquí cuando podemos, de alguna manera, empezar a narrar las penurias que irán sufriendo aquellos andaluces que acabaron en el sur francés, el norte de África y, posteriormente, en el exilio mexicano.
Tras pasar unas semanas convulsas en la capital, los malagueños arrastran con ellos a centenares de familias venidas de prácticamente toda la geografía andaluza hacia el Levante español (Alicante, Valencia, Barcelona). Podemos calcular que en torno a diciembre de 1938 hay instalados en Cataluña un número cercano a los 45.000 andaluces que pasarán a Francia, entre el 27 de enero y el 12 de febrero, en situaciones verdaderamente penosas, con una acogida por parte de las autoridades francesas bastante fría y distante pero con sectores de la población muy cercanos a todos aquellos y aquellas que venían de estar tres años vagando por la geografía española en busca de seguridad. Una seguridad que creían haber encontrado en Francia.
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Los puestos fronterizos y los primeros internamientos.
Hablar de todos los casos particulares sería prácticamente imposible porque cada exiliado tiene una vivencia particular, por lo que me centraré en las cuestiones generales del día a día. Como ya hemos señalado, la salida a Francia se produce entre el 27 de enero y el 12 de febrero como consecuencia de la pérdida de Barcelona por parte del gobierno republicano unos días antes. Según las crónicas de los propios exiliados y de la prensa francesa, el invierno de 1939 fue uno de los más duros que se recordaban. Centenares de miles de españoles pasaron a Francia a través de los puertos de montaña: La-Tour-de-Carol (1200 m.), Bourg-Madame (1130 m.), Prat-de-Mollò (730 m.), etc.
La gente se agolpaba en la frontera a la espera de que las autoridades francesas se decidieran a abrirla, cuestión que fue objeto de intenso debate en el seno del gobierno francés presidido por Édouard Daladier. La noche del 27 al 28 de enero la frontera se abre solo para mujeres, niños, ancianos y heridos y se prohíbe la entrada de los militares y milicianos, que ven como poco a poco las tropas franquistas se acercan hacia ellos al tiempo que son bombardeaos por la aviación. Esa situación, y el conocimiento que tiene las autoridades sobre la brutal represión llevada a cabo desde el gobierno de Burgos, les hacen recapacitar y permiten el paso de más de 200.000 soldados. El 12 de febrero de cierra definitivamente todos los pasos fronterizos: han pasado cerca de 450.000 españoles.
Hay que tener en cuenta varios factores a la hora de analizar la situación francesa y la acogida a los republicanos españoles. En primer lugar, Francia se encuentra en una situación de inestabilidad política muy grave. El gobierno del Frente Popular francés se tambalea y poco antes de la llegada de los refugiados ha sido cambiado por uno radical presidido por el citado Daladier, que forma un gobierno que quiere evitar a toda costa la guerra con Alemania. En segundo lugar, la prensa más conservadora y extremista lleva varios meses haciendo una brutal campaña xenófoba, antisemita y anticomunista y no paran de promover golpes de estado de corte fascista. Las editoriales de la mayoría de los medios escritos influyen de manera muy notable en la opinión pública que, en una situación delicada económicamente (todavía quedan ecos de la crisis bursátil de 1929) se lanza a las tesis contra los extranjeros. En tercer lugar, y quizás un hecho crucial, es que Francia lleva recibiendo refugiados desde 1933, cuando Hitler llega al poder y Mussolini empieza a represaliar a sus rivales políticos. Pero además, en Francia también se encuentran polacos, judíos, checos y españoles, que van llegando poco a poco tras la caída de Asturias, Cantabria y País Vasco. No es, evidentemente, una situación fácilmente manejable para las autoridades francesas.
¿Cuál es la política que ejercen esas autoridades sobre los republicanos españoles? La primera medida es la de concentrar en campos de recolección a todos los refugiados. A lo largo de toda lo frontera con Cataluña se van a ir organizando diferentes dispositivos de emergencia para clasificarlos y enviarlos a distintos centros de alojamiento y campos de concentración. Para ello se habilitan centros públicos, hospitales, garajes, plazas, escuelas, pabellones, dependencias municipales y un largo etcétera. Las mujeres, niños y ancianos serán distribuidos por toda la geografía francesa e instalados en centros de alojamiento provisto con unas condiciones mínimas de habitabilidad. Pero serán separadas de sus maridos, padres, hermanos e hijos adultos. Todos ellos, militares y civiles, serán internados en diferentes campos de concentración. A los militares y milicianos se les obliga a entregar cualquier arma que porten y son tratados de forma distante, fría y, en bastante ocasiones, de forma muy cruel. Nada más pasar la frontera son separados por profesiones, “nacionalidades”, edad, etc.
Una vez clasificados, identificados y separados entre civiles y militares (no se aplica a los hombres) las mujeres, niños y ancianos serán trasladados en trenes a lo largo de todo el centro del país. A diferencia de los hombres, en la mayoría de los casos las familias marchan unidas a un mismo destino. Son familias compuestas, de media, por abuelos, hijos, nietos, cuñados y sobrinos. Las instalaciones en las diferentes comunas francesas divagan entre edificios gubernamentales o la construcción de barracones a las afueras del pueblo. El trato a estas exiliadas y a los niños es muy dispar según la comuna de acogida: la población suele ser bastante amable y acogedora pero los dirigentes políticos no lo fueron tanto: ellos son los encargados de mantener y vigilar a las refugiadas. Pero, ¿cómo era el día a día de aquellas mujeres, ancianas y niños? La vida cotidiana se hacía en el entorno de los barracones puesto que tenían normas y horarios muy restringidos. Según el Departamento de acogida podían ir al pueblo a pasear, a comprar, a llevar a los niños a las escuelas, etc. La legislación francesa (Ley de 27 julio 1938) declaraba la temporalidad de los refugiados españoles en suelo francés salvo en dos casos: que pudieran mantenerse por sí mismos sin menoscabo del trabajo a franceses y la posibilidad del patrocinio privado, es decir, que un familiar o un francés se hiciese cargo de tantos exiliados pudiera siempre y cuando vigilase el buen comportamiento de los mismos. Antes (Ley de 5 de mayo de 1938) ya estaban obligados los refugiados a tener una cédula personal que debían presentar a diario en las dependencias policiales. Por lo demás, existen numerosos testimonios de mujeres y niños que recuerdan sus vivencias en Francia, como el de Antonio Rodríguez González, malagueño que llegó con la desbandá y que recuerda como su madre lo llevaba a un pueblecito francés a pasear y que siempre se paraba delante de una tienda de pasteles hasta que la tendera le daba uno a escondidas cada vez que podía o como una madre española corría por todo el pueblo en busca y captura de uno de sus hijos que se había escapado de la escuela. Pero esto era la parte amable del exilio de muchas mujeres: muchas serían internadas en campos de castigo para mujeres, como el de Rieucros pero la mayoría optaría por volver a España durante los meses siguientes al desconocer el paradero de sus maridos, padres o hermanos, ante el desarraigo, ante la pérdida de hijos en la travesía de la frontera. Aquí, en España, sufrirían la represión social y económica pero al menos estaban “en casa”.
Los campos de concentración.
“Tranquilo, tranquilos, no corran tanto, no corran tanto”, nos decían […] Llegamos a Port-Vendrès y nos dirigimos a la carretera de Perpignan, dónde había Guardias Móviles por todos lados esperándonos como si fuéramos criminales. (…) Había mucha gente mirando, gente a la que les estaba prohibido acercarse a nosotros, pero varias mujeres se echaron encima dándonos chocolate, galletas, cosas, etc…y entonces dijimos “hay dos cosas, sí, una cosa es el gobierno francés y otra cosas es el pueblo francés”
Al igual que pasaba con los civiles, los militares, milicianos y hombres mayores de 17 años sufrieron un trato desigual en función de si se trataba de la población o de las autoridades. Pero hasta aquí cualquier parecido. Los hombres sufrieron el grueso de las vejaciones y la falta de previsión, voluntad y ayuda humanitaria por parte del gobierno francés.
Nada más pisar tierra gala fueron obligados a deponer las armas y trasladados a los campos de concentración habilitados en las playas del Rousillon, en la zona francesa al norte de Cataluña. Si en la actualidad nos escandalizamos con la situación de los refugiados sirios en Turquía y Grecia, la situación de los españoles en la Francia de 1939 no era muy diferente, si acaso, peor. Encerrados por decenas de metros de alambradas, cercados por la Guardia Senegalesa, desprovisto de recubrimientos, ropa, alimentos o intimidad y hacinados de una manera que luego veríamos en los campos de exterminio nazi, los republicanos españoles lograron sobrevivir a unas condiciones extremas, insalubres, dónde los Derechos Humanos y los acuerdos de Refugiados de Ginebra fueron incumplidos sistemáticamente y donde las enfermedades brotaron por doquier (tifus, fiebre,…). Las primera medidas políticas tomadas por el gobierno francés fue la de la repatriación forzosa a través de la frontera vasca de Hendaya, pero ante la enérgica negativa de los refugiados a volver se optó por una campaña de propaganda profranquista que defendía que los refugiados que quisiesen volver con sus familias a España no corrían peligro vital aunque debían cumplir las penas que les impusiesen por su actividad político-militar desde el año 1934. Ese castigo, decían, se harían en centros penitenciarios con unas condiciones adecuadas. La realidad, como sabemos todos, decía lo contrario. Muchas cartas mandadas desde España avisaban, de forma críptica, que no debían volver y advertían, no si gran ingenio, que en España no había trabajo, que solo el “tío José trabajaba en el cementerio y muchas horas”
Ante esta disyuntiva, las autoridades francesas optan por mantenerlos encerrados en los campos al tiempo que irán creando otros para descongestionar los de Argélés-sur-Mer y Saint-Cyprien, los dos mayores centros, que albergan a 35.000 y 20.000 exiliados respectivamente. Dichos campos será cementerio de decenas de heridos y enfermos que no logran sobrevivir al internamiento tras pasar verdaderas penurias en el paso fronterizo. Los más graves serán trasladados a los barcos-hospitales habilitados como tales. Realmente no era barcos hospitales sino barcos mercantes comprados o alquilados por Francia para habilitarlos como tal.
Los demás se quedarían internados en los campos. Campos que construyeron son su esfuerzo. Al principio, y como ya hemos comentado, estaban desprovistos de cualquier tipo de techumbre o construcción. Será al cabo de la segunda semana cuando se les facilite a los refugiados materiales para construir barracones de madera en los que estuvieran hacinados durante bastante tiempo. Allí crearían los barracones de la cultura, escuelas, zapaterías, bibliotecas, centros sociales, etc. Pero las heridas de la Guerra Civil entre en bando republicano aún seguían abiertas y en los campos los españoles, en numerosas ocasiones, estaban separados entre comunistas, anarquistas, socialistas, etc. Aunque en los momentos de máximas penurias el sentimiento común de estar siendo injustamente tratados por las autoridades quizás fue los que les hizo sobrevivir en los momentos más difíciles, en medio del hambre, el frío, la necesidad y la enfermedad. Las raciones de comida se limitaban a una lata de conserva, pan duro y sopa aguada los mejores de los días. El agua era bombeada y filtrada directamente desde el mar, el mismo donde los exiliados se aseaban y hacían sus necesidades. Las enfermedades contraídas en los campos se deben, en gran medida, a las infecciones tomadas por el consumo de esa agua.
Los principales campos de concentración serán los de Argélés-sur-Mer, Saint-Cyprien, Bram, Septfonds, Gurs y Agde, aunque hubo bastantes campos más pequeños, como el de Recebedou, Noé, Mazèrez, Arles-sur-Tech, etc.
El día a día de los refugiados en los campos se limitaba a charlar entre ellos, enterarse de alguna noticia dede el exterior, a leer los pocos poeriódicos que conseguían, escribir cartas a sus familias o a recibir las visitas de las mismas.
Conforme iba pasando las semanas y la guerra contra Alemania se iba haciendo realidad, el gobierno francés ofrece a los internos en los campos la posibilidad de salir de tres maneras distintas: la primera, ya conocida, era la de volver a España; la segunda era enrolarse en la Legión Extranjera, y la tercera, alistarse en las Compañías de Trabajo Extranjero (CTE).
La primera opción, a la altura de septiembre de 1939, no fue tomada en consideración por los internos. En cambio, la segunda y la tercera opción fue a la que se acogieron la mayoría de ellos. Las Compañías de Trabajo permitían a los exiliados salir del internamiento para ejercer un trabajo mal remunerado. Desde el campo de Septfonds salieron hacia las fábricas de aviación del empresario Dewoitine en Tolouse cientos de refugiados, hacia la zona de La Vendée y Aquitania marcharon para trabajar en los campos refugiados de los centros de Noé, Recebedou y Argelés. De Gurs, compuesto exclusivamente por vascos, saldrían mecánicos hacia las fábricas de armamento; de Saint-Cyprien, Argelés y Bram saldrán mineros, como los de Serón, hacia las minas del Sarre y el noreste francés. Se les pagaba un salario que les permitía sobrevivir sin coste para la hacienda francesa aunque nunca podían hacer vida fuera de los campos o de los centros de trabajo.
En cuanto a la Legión Extranjera, la mayoría de los milicianos y militares se alistaron en los distintos batallones. Fueron dirigidos hacia la frontera con Bélgica, en la famosa Línea Maginot. Queda constancia de acciones heroicas en los primeros meses de conflicto por parte de los españoles, que acabaron acribilladlos por el ejército alemán, al estar situados en primera línea de combate. El salario percibido fue acogido por las familias de los refugiados que se encontraban en Francia. Con la derrota de Francia en mayo de 1940, se produce una segunda etapa para los refugiados masculinos. Muchos de ellos serían hechos prisioneros y mandados a los campos de trabajo forzoso en Alemania y a los campos de exterminio nazis; otros volverían a los campos de concentración franceses y se irían enrolando en los campos de trabajo de la organización TODT en Francia y, sobre todo, se irían a la Resistencia del sur francés, dónde aún no se les ha reconocido el vital papel que tuvieron en la formación de los milicianos franceses y en las acciones contra los alemanes.
¿Cuál fue el destino de todos aquellos refugiados y exiliados? La mayoría de los 450.000 volverían a España y sufrirían en distinto grado las consecuencias de la represión franquista. Otros optaron por quedarse en Francia y hacer vida allí, dónde se casaron y tuvieron hijos. Finalmente, otros, optaron por marchar a México, donde el Presidente Lázaro Cárdenas acogió con gran generosidad a miles de españoles.
ARTÍCULO DE SOFÍA RODRÍGUEZ, PROFESORA DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID
VIDAS CRUZADAS. LAS MUJERES ANTIFASCISTAS Y EL EXILIO INTERIOR/EXTERIOR
Este artículo nos habla de las mujeres que tuvieron que decidir sus destinos el último día de guerra. De las militantes antifascistas que, sabiendo que no habría perdón para los vencidos, optaron por salir del país o afrontar una represión cruel y segura. Que vivieron, desde entonces, en el exilio interior o exterior, pero sin renunciar a su ideología. Todo ello se aborda a partir de fuentes orales y memorialísticas centradas en dos mujeres comunistas, de la misma edad e idéntico origen social y geográfico. Dos camaradas que nunca se reconocieron como amigas en sus diarios, pero cuyas vidas debieron cruzarse en varios momentos. Dos representantes de una “identidad grupal”, a las que accedemos también a través de sus hijas, construyendo un recuerdo generacional y una visión intersubjetiva de la posguerra española.
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SUMARIO
1.—Las biografías, las culturas del exilio y la historia memorialística. 2.—Historias de vida de mujeres rebeldes. 3.—La cárcel o el exilio. 4.—Destierro y extrañamiento de la identidad antifascista.
29 de marzo de 1939. Una ciudad abierta y portuaria, pero ya sin esperanza. El desconcierto lo inunda todo. Dirigentes socialistas y anarcosindicalistas han hecho el camino de regreso desde Alicante donde no quedaban más barcos. Los comunistas acaban de salir de la cárcel, tras el Golpe de Casado. Su dirigente provincial, Juan García Maturana, está dispuesto a todo para escapar de esa otra prisión en que se ha convertido el país. Llama a sus colaboradores más cercanos y, entre ellos, dos mujeres: Carmen Tortosa, secretaria de la Unión de Muchachas Antifascistas, y Josefa Collado, secretaria de Agitación y Propaganda del Buró Político. Una sube al bou V.31, la otra no. ¿Qué pensaron en aquellos momentos? ¿Qué las hizo tomar diferentes caminos?
Carmen había adquirido responsabilidades nunca antes soñadas en la cúpula del partido. Gestionó la excarcelación de sus camaradas y el anuncio del fin al Ejército, en Granada. Cuenta con una plaza en el vaporcito a la esperanza. No tiene pareja ni hijos, aunque sí padres y hermanos que pueden verse afectados por sus decisiones. Pepita, en cambio, acaba de dar a luz un niño, Dimitrov, y su marido, Edmundo Peña, le propone que se deshaga de él para escapar.
Todos ellos se encuentran en Almería el último día de la Guerra Civil española. Hay que pensar rápido. Podría decirse que son unos privilegiados, si los comparamos con tantos otros antifascistas sin capacidad para elegir: los que se suicidaron tras ver partir al Stanbrook, quienes no llegaron a tiempo o no fueron invitados… Peña ha visado el pasaporte junto a los compañeros que llegaron de Murcia. De la Casa del Pueblo, donde se reunieron la tarde anterior, han pasado al parapeto del Banco de España, convertido en escombros, pero bien situado frente al puerto. A medianoche les ordenan abandonarlo “casi a rastras”, para franquear las patrullas falangistas que empiezan a rondar la ciudad. Sólo queda un guardacostas en el puerto de esta esquina de Europa, una “chalupa” que albergará 102 personas: la mitad llegados desde Valencia. Los 50 locales han sido seleccionados con nombres y apellidos. Uno más se adhiere al pasaje a última hora y de forma atropellada, poniendo en juego las lealtades políticas2.
Al alcanzar el barco les hacen bajar a la bodega. Carmen esperaría encontrarse allí con Edmundo, igual que lo hicieran sólo un mes antes, en la Tribuna de la IV Conferencia Provincial del Partido Comunista. Entonces se ocupaban de mantener la producción agraria, ella tratando el “problema femenino”, la emancipación moral y económica de las mujeres, y él animando a esas masas “con callos en las manos” a cultivar hasta el último pedazo de tierra. Sin embargo, Peña no aparece en el listado de Maturana. Puede que saliera en el “V 26” desde Cartagena. Carmen no pudo preguntarle por Pepita, por qué no se encontraba allí, entre tantos hombres y una sola compañera, Clara Leal Rodríguez. Entonces llega la madrugada y les dicen que lo peor ha pasado3:
"Esta subida a cubierta fue el momento más desgarrador de mi vida. Miré las luces de mi amada Almería y me daba la impresión en la medida que avanzaba el barco que se alejaba de mi, pero la que de verdad se alejaba era yo, y por largo tiempo. Creo que si en ese momento hubiera sabido que cuarenta años más tarde recordaría todo esto a miles de kilómetros de mi Patria, habría perdido el juicio"4.
Pepita no llegó a ver cómo zarpaban, ni cómo se alejaba el guardacostas. Tras quedarse sola volvió a su casa, que estaba abierta y con la llave puesta, tras la salida atropellada de los acompañantes de su marido. De allí marchó al muelle, donde se encontró con la Nada…
"Estaba casi amaneciendo […] había dos barcos franceses, no había nadie, nada más que unos falangistas, me preguntaron: Niña, ¿a quién buscas niña? A mi padre… Pues aquí no hay nadie. La guerra ha terminado, mañana estarán aquí las tropas nacionales. Y efectivamente, al otro día entró la dictadura, empezaba el calvario… empezaba el calvario para un pueblo vencido"5.
¿Cómo designamos a las mujeres que lo perdieron todo con el final de la guerra civil? Tanto las que lograron marchar como las atrapadas dentro del país, esa inmensa jaula de hierro, resultaron vencidas aunque no derrotadas. Desplazadas, refugiadas, recluidas o transterradas por el exilio, quienes tomaron las riendas de su propia vida, asumiendo las consecuencias de una militancia política antifascista fueron, antes que otros las definieran, rebeldes con causa.
Estas líneas están dedicadas a esas españolas de posguerra y a su memoria del primer franquismo, la expresada a través de la escritura autobiográfica y la narrada a sus hijas. En un ejercicio hermenéutico, vamos a interpretar sus vivencias entre 1939 y 1945, comparando lo que dijo su pluma y los recuerdos de su descendencia sobre todo aquello que hicieron y que callaron. Intentaremos descifrar cómo afectó la experiencia del destierro o la cárcel a sus destinos, a su memoria de los hechos vividos y a la conformación de su identidad política y de género.
El hilo conductor de ese relato son las trayectorias de dos mujeres de orígenes cercanos, similares, a las que la Victoria franquista separó irremediablemente. Sus vidas se cruzaron el último día del conflicto, y a partir de entonces comenzó la supervivencia. Para una en Argelia y Marruecos, para la otra en cárceles de Almería y Euskadi. Solas, y a los 19 años, proscritas.
1. —Las biografías, las culturas del exilio y la historia memorialística.
Este artículo es una contribución al método biográfico tan antiguo y tan en boga en los últimos años. A través de la subjetividad femenina, de su memoria escrita y hablada, vamos a aproximarnos a las historias de vida de las perdedoras de la guerra civil. Gracias a la conservación de manuscritos y a las entrevistas mantenidas con las hijas nacidas en su exilio, exterior e interior, podremos hilvanar la personalidad de dos mujeres comunistas, reconociendo “lugares comunes” de la posguerra en dos escenarios distintos. Asimismo, podremos saber cómo afectó el destino, providencial y geográfico, a sus ideas, sus recuerdos del conflicto, sus relaciones, valores y objetivos.
De este modo, nos proponemos rescatar la especificidad de la experiencia femenina en la historia de la represión franquista y su papel como sujetos activos del cambio social, de la resistencia a ser aniquiladas a través de la emigración, el trabajo, la clandestinidad política y la creación de su propia familia. Un análisis cualitativo de la situación concreta de estas mujeres nos permitirá interpretarla como parte de un proceso que afectó a otras muchas. Observaremos cómo el fenómeno del desarraigo político y social se tradujo en sus vidas particulares y en su capacidad de agencia. Podremos analizar transversalmente cómo interactúan las diferentes facetas de la personalidad, el encuentro con otras personas y las diversas experiencias vividas, con las condiciones estructurales de su existencia, encadenándose, impactándose, creando dependencias y justificando las decisiones adoptadas en según qué momentos. Una lógica de acción individual que, en el caso de las mujeres, responde a una “doble carga” y “doble lucha”, que muestra la interacción entre la producción y la reproducción, lo formal e informal, la familia y la militancia.
La biografía y la microhistoria nos permiten introducir el elemento tiempo, y avistar qué coste de oportunidad supuso para las mujeres una coyuntura extraordinaria como la guerra civil, cuando se cruzaron lo público y lo privado. Qué cosas pasaron antes o después en la vida de estas mujeres para modificar unas expectativas que ya parecían decididas. Sólo así, llegaremos a comprender decisiones vitales aparentemente contradictorias, pero que responden a una estrategia concreta en el medio o largo plazo6.
Miren Llona ha mostrado recientemente las ventajas de la fenomenología existencialista para aproximarnos a la experiencia del pasado que nos ofrece la historia oral y la memoria. Conocer el significado que los actores históricos otorgan a los acontecimientos, a la luz del presente y de la acción comunicativa en la entrevista. Nuestra labor consiste realmente en eso: rescatar las razones subjetivas que empujan a las mujeres a tomar un camino u otro en sus vidas; reconociendo cómo ven ellas la realidad, qué destacan o silencian, y qué carga de representatividad tiene su “forma de estar en el mundo” respecto a la memoria social de una época7.
La “memoria popular” de posguerra es una metonimia inaprehensible. Sólo tenemos acceso a “memorias grupales” de regiones localizadas, clases, partidos, o sectores marginales de la sociedad. Así se ha venido haciendo con minorías étnicas, culturales o incluso con mujeres y niños, que conformarían una suerte de “memoria de género o edad”8. Cristina Borderías, por ejemplo, ha empleado la aproximación longitudinal a las trayectorias laborales de las mujeres como medio para comprender la continua negociación que representan sus vidas. Una postura táctica para conciliar sus propios intereses con los del colectivo familiar, u otras relaciones sociales. Esa delegación que hacen en sus hijas, capitalizando un futuro para ellas que no pudieron satisfacer en sí mismas, aunque sus madres también se sacrificaran por ellas9.
Esta relación generacional es meridianamente clara en las protagonistas de este artículo, en su conciencia colectiva al mirarse en el espejo de sus progenitores y descendientes, pero también de los hombres que las quisieron y disfrutaron de una existencia más individualizada que la suya propia. Ellas se adaptaron a unas circunstancias para legarles nuevos modelos y prácticas que, al ser relatadas, les ayudan a configurar su propia identidad. Una identidad que surge de la intersubjetividad con otras mujeres de su familia porque, como indica Luisa Passerini, el grupo femenino parental también encierra poder y genera un “grupo de autoconciencia”:
"La relación con la madre parecía basarse en una intersubjetividad cargada de conflictos y la transmisión de mensajes de madre a hija aparece llena de contradicciones, ambigua desde el punto de vista de una posible liberación. Para esta generación el reencuentro de la figura materna no podía sino mediarse a través de una reflexión que unía distanciamiento y devoción"10.
Para el caso que me propongo estudiar, resulta de particular interés “el papel de los relatos que las madres cuentan a sus hijas”, porque como ha indicado Selma Leydesdorff, éstos forman parte de una conciencia que no es la del conjunto de la sociedad de posguerra, ni la que ha interesado a la Historiografía. Se trata de experiencias subjetivas a caballo entre la memoria individual y la colectiva, donde a menudo quedan relegadas la mayoría de las vivencias privadas de las mujeres, las que forman parte del exilio y la represión, pero también de un pasado oculto.
Aida Beneyto Tortosa y María José Martínez Collado son conscientes de que sus madres hablaron pero también callaron muchas cosas. Es la constatación de que “la vergüenza personal o el sentimiento de culpa no se expresó”. Mientras mujeres tan politizadas como Carmen Tortosa o Josefa Collado reproducían una mitología no cuestionada sobre la guerra, silenciaban otras facetas que quizá les generaban íntimas contradicciones. De este modo, un “moralismo acrítico, donde sólo existe el bien y el mal, se ha reproducido en el movimiento de las mujeres”11.
Sobre sus testimonios operó el silencio, el olvido, la nostalgia y la mitificación, administrados por la maquinaria institucional de un Estado que negaba “otra memoria” distinta a la oficial. Estas mujeres dosificaron sus recuerdos para alejarse del horror, de las experiencias más traumáticas, confinadas como un secreto y de las que habría que distanciarse, para comprenderlas y sobrevivir12.
Pero, ¿qué hay de original y qué de contagio histórico en los relatos de Josefa y Carmen? Las dos escriben después de la muerte de Franco; una con trazo nervioso y sin puntuación, de esa forma casi automática que dicta la necesidad de contar… y la otra con excesiva pulcritud informática. No obstante, ambas justifican sus razones para recordar, aún siendo conscientes de la precariedad de su memoria:
"Si las personas pudieran prever o presentir, la influencia que las circunstancias y ciertos acontecimientos pueden tener en su vida, es posible que el relato que me propongo hacer hoy, tuviera detalles y fechas, que el transcurso del tiempo ha logrado borrar de mi mente o recuerdo de forma imprecisa"13.
Lamenta no recordarlo todo, porque considera que su vida tiene realmente interés o trascendencia histórica. Cuando en 2003 me puse en contacto con ella, recibí una carta donde me decía: «lo que hasta ahora tengo escrito, no creo que sea lo más importante sobre mi actuación durante la guerra, pues ello está dedicado a mi infancia y los prejuicios a los que me tuve que enfrentar para poder desarrollar mi actividad»14.
Su inhibición proviene de la carencia de dotes literarias y conciencia de individualidad, de no añadir nada nuevo a la experiencia de «cientos de miles de españoles que se vieron obligados a abandonar su Patria, sufrir los rigores del exilio, y aceptar el deber que toda militancia impone». Lo importante fue la guerra, la lucha, la resistencia. Es, por tanto, la “conciencia grupal” comunista la que prevalece sobre su experiencia particular. No obstante, dos mujeres concretas son las que le impelen a hacerlo: su propia hija, que valora su sencillez sobre los artificios narrativos, y el reencuentro en Cuba con su amiga María González Iglesias, tras “38 años de silencio”. Quizás también cierto sentimiento de culpa, pues ésta quedó presa mientras ella, que le había encomendado su última misión, escapaba hacia Argelia.
Josefa Collado, en cambio, comienza definiéndose como una persona de suerte aciaga, «unos nacen con estrella y otros nacen estrellados», y dedica una extensa introducción a su madre, que nos presenta como una mujer adornada con todos los atributos de género: limpia, trabajadora y decente. Gracias a éstos pudo sacar adelante a sus hijos, sola. Suficiente declaración de principios. Josefa construye una genealogía feminista conformada por su abuela, su madre Encarnación y sus tías, entre las que ella se sentía feliz. Sólo se detiene a explicar el oficio de cambiadora, recreándose en las injusticias sociales, la solidaridad y la conformación de su identidad de clase:
"…la vida era más humilde y mísera entonces, el pobre era pobre de verdad y si necesitaba tres sillas tenía una y se turnaban para sentarse…"
"[Mi madre] siempre nos decía que los pobres no tienen más patrimonio que su honradez."
Aunque ésta sea la justificación implícita de su militancia comunista, sí tiene una conciencia clara de esa individualidad de la que carecía Carmen Tortosa. Si ésta comienza el relato de su vida a los once años, con la proclamación de la República, Pepita en cambio, “empezó a conocer la sociedad en que vivía” a los quince, cuando coincidió con una chica de su misma edad nacida fuera del matrimonio:
"Una niña buenísima, ¿y qué culpa tenía ella de haber venido al mundo así?, comprendí la sociedad tan hipócrita y tan injusta, a los pobres se les miraba con la punta del pie, sólo se pensaba en ellos para explotarlos en el trabajo, y no digo de la chica que tenía la desgracia de quedarse embarazada antes de casarse, ésta tenía que irse de Almería y el padre era el primero que la echaba de su casa, y la sociedad se avergonzaba de ella."15
Como veremos más adelante, la fulgurante carrera como propagandista de la joven Pepita Collado no se vio interrumpida por el hecho de tener un niño a los 18 años. Eran tiempos en que la lucha revolucionaria y la cercanía de la muerte propiciaron numerosas uniones en aras del “amor libre”. La decisión más terrible para ella vino después. La de renunciar a salir hacia el exilio con su hombre, por tener una madre y un hijo que la necesitaban, y la de ser juzgada como casquivana. Que un hecho trascendental como ése determinó toda su vida, lo demuestra que su relato comience con una crítica a la moralidad sexual de antes y después de la guerra. Es decir, su conciencia de género prevalece a la comunista. Pese a la firmeza de sus ideales políticos, su identidad como mujer herida que se revuelve contra un sistema de valores caducos es el rasgo predominante de su niñez.
Ésa es la carta de presentación de “Mis memorias”, en las que recuerda para comparar su época con la libertad actual. No se excusa por el paso del tiempo, como hace Carmen Tortosa, sino que lo agradece para distanciarse y convertir su relato en una lección histórica con moraleja: «Así fue pasando mi vida y cada día mi rebeldía iba creciendo en mí». Tanto, que llega al 17 de julio sin solución de continuidad.
Su niñez es sólo un preámbulo hasta llegar a ese punto, donde ambas comparten diarios de guerra en lugar de relatos sosegados por el transcurrir de los años. El lenguaje militante y apasionado así lo delata, aunque a buen seguro, no fuera ése el discurso que oían sus hijas en casa. Ahora les asiste otra responsabilidad: la de la palabra escrita, donde la firmeza ideológica no flaquea ni se pone en duda. Ahí «la memoria comunicativa de dos o tres generaciones de supervivientes se disuelve en la memoria cultural, en sus ritos, en sus instituciones y sus manifestaciones»16.
El recuerdo que marca la identidad de estas mujeres está cargado de conductas contradictorias que indican su relación con la memoria colectiva, y cómo una memoria distorsionada también forma parte de esa identidad, dotando de un significado particular a los acontecimientos históricos, a través de su identificación con los mismos. Esto se debe a que la historia de las mentalidades está conformada por relatos además de “costumbres o hábitos del corazón”, aquellos que definen nuestro código ético, nuestra brújula emocional, así como modelos de vida cotidiana no del todo conscientes. Algo cercano al concepto de “imaginario” como patrimonio cultural heredado, el de “subjetividad acumulada” de Passerini, o las “estructuras de sentir” de Raymond Williams y Michael Pickering 17.
Aquí nos aproximaremos al modo en que la cultura de guerra y la del exilio se transmitieron generacionalmente de madres a hijas, por unos hábitos del corazón poco valorados hasta ahora. Realizaremos un análisis de género en modelos multinivel, sobre esas vidas cruzadas y el auténtico conflicto que supuso para ellas la toma de decisiones en la primavera de 1939.
2. —Historias de vida de mujeres rebeldes.
Para Carmen Tortosa el 14 de abril fue un “despertar inolvidable”. Describe la República como un bien perdido y ese tiempo de la memoria simbólica, común a Josefa Collado. Como observara Daniella Gagliani para la resistencia italiana, los testimonios de estas mujeres desprenden que la elección de su acción política fue fundamental, consciente y muy alejada del habitual juicio historiográfico que atribuye su posicionamiento a tradiciones familiares o sólo una cuestión de clase18. Carmen rememora el ambiente de algarabía popular con que se recibió la proclamación de la Segunda República en su localidad. Recuerda incluso las coplillas que entonces se inventaron para celebrar la salida del Rey y considera que era la veneración por su hijo predilecto, D. Nicolás Salmerón, el origen de esa significación izquierdista. Pero la reacción conservadora no se haría esperar, provocando la revolución de 1934 en Asturias, y el colapso de las cárceles en todo el país19.
Quizás por esa precipitación de los acontecimientos históricos, Carmen decide introducir un flashback y añade: «Si el 14 de abril de 1931 fue el despertar de mi joven conciencia, pudiera decirse que julio de 1936 fue la fecha que marca la llamada al deber con la Patria. Hasta entonces mi vida había transcurrido como la vida de la mayoría de las muchachas del pueblo». A pesar de la identificación de Alhama de Salmerón con el ideal republicano y, en cierto modo, anticlerical, existía un conflicto latente entre laicismo y religiosidad. «La religión la teníamos metida hasta los huesos, desde que se empieza a ir a la escuela», y aunque su familia no era practicante, ella hizo la comunión y hasta fue “hija de María”, porque «las beatas trabajaban muy bien». A su ascendencia laica y republicana añadiría un tercer pilar: su conciencia de clase. Es entonces cuando nos habla de sus padres, agricultores sin tierra cuya faena era compartida por todos los hijos. Carmen supo pronto lo que era trabajar y nunca tuvo más Reyes que la muñeca de cartón que le regalara una vecina represaliada en la posguerra. Así que su niñez «fue tan triste como la de la hija de cualquier obrero que no todos los días puede comprar pan»20.
Aquí su relato conecta con el de Pepita Collado, porque al buscar un espejo en que mirarse, ambas potencian la figura de sus progenitoras. La de Carmen es calificada de “mujer de decisión”, “inteligencia natural” y que “no se resignaba fácilmente”, frente al carácter apocado y miedoso de su marido. Quería escapar de la miseria, y fue por eso que primero dejaron la finca, para que sus hijas fueran a la escuela, y después hizo las maletas para emigrar a Orán o América. Aunque la enfermedad del padre de familia impidió el viaje, Carmen cree que su madre vio cumplidas sus expectativas en ella, que salió para siempre del pueblo, dejando atrás un triste destino de analfabeta.
Pepita comienza a vivir el día que estalla la guerra. Con 16 años, ella no comprendía cómo se había llegado hasta ahí, haciendo que «perdieran la juventud, y ésta nunca hemos podido recuperarla». Conscientes de su responsabilidad, los hombres marcharon al frente, las mujeres a trabajar fuera de sus casas y las muchachas a los partidos y asociaciones del Frente Popular. Así describe la organización de aquellos momentos para “defender la libertad del pueblo”, adhiriéndose ella misma con prontitud a las Mujeres Antifascistas y la Juventud Socialista Unificada. Pero Encarnación no estaba nada de acuerdo con aquel entusiasmo y la mandó fuera de la ciudad para desmovilizarla. Entró a servir con una familia de Pechina, donde la explotaron como lavandera y apenas le dejaban comer un racimo de uvas. Aparece ahí su rebeldía social, cuando se deshace de las ropas de las “señoritas” y vuelve andando a la capital. Su madre, al ver como le sangraban las manos, inquirió: «mi hija no sirve más, prefiero que vaya a las manifestaciones», y así avala Pepita el inicio de su andadura política.
Fue su arrojo para declamar en público lo que captó la atención del Partido Comunista, que la fichó en mayo de 1937. Josefa recrea con detalle, a los 70 años, aquellas primeras y tímidas intervenciones en el Teatro Hesperia y el Cervantes. Perdió el “papelito” que les daban a los niños para hablar en los descansos de la función, y tuvo que improvisar frases grandilocuentes sobre cómo dejarse la vida para escapar de “la bota del fascismo” «…el aplauso fue apoteósico y así fue mi bautismo de fuego»21.
En 1938 vendría el paso por la Escuela de Cuadros, donde su “gran inteligencia, facilidad de palabra y entusiasmo político” no pasaron inadvertidas a su profesor, Andrés Fava Gago, quien consideraba que «bien orientada y controlada, puede llegar en plazo corto a ser un buen dirigente del Partido». Es cierto que disponía de rodaje previo, «por haber estado trabajando algún tiempo en la Comisión Agraria del Provincial»22.
Fue en esta área, la que mejor funcionaba a juicio del gibraltareño, donde Pepita habría de conocer al que convertiría en su marido ese mismo año: Edmundo Peña Ruiz, un maduro padre de familia, responsable de Agricultura desde la última conferencia del Partido. Seguirían así el ejemplo de Lina Molina y Luis González, refugiados malagueños casados en la sede del Comité Provincial por el ritual comunista, esto es: prometiendo «fidelidad, apoyo y asistencia mutua [y] criar a sus hijos si los tuvieran en las ideas de cultura, libertad y progreso que ellos sustentan»23.
Ocho meses después de comenzar su preparación, las calificaciones de Pepita indicaban ya que estaba «algo caprichosa y nerviosa, explicable en parte por su estado». Para entonces ya había superado el ecuador de su embarazo, y ocupaba, según sus memorias, la Secretaría Provincial de Agitación y Propaganda, un extremo que no podemos constatar en la documentación del PC, donde sólo aparece Anita Rodríguez24.
Con quien sí se habría cruzado ya era con Carmen Tortosa, que pasó un curso antes por la Escuela de Cuadros, y se había instalado en la capital para dirigir la Unión de Muchachas y alterar para siempre su vida:
"Está comprobado que toda revolución no sólo conmueve los cimientos de la sociedad, sino hasta el de la propia familia. Difícil sería comprender a un joven de nuestros días la reacción de unos padres cargados de prejuicios […] al ver llegar un buen día a su hija de 16 años vestida de miliciana y con un revólver en la cintura. Los reproches, el qué dirán, tú eres muy joven, eso no es cosa de mujeres, las malas caras de familiares y conocidos, no me hicieron desistir de la determinación que había tomado, mi puesto estaba al lado de los hombres y mujeres dispuestos a defender a sangre y fuego la República"25.
Sus padres eran convencidos republicanos, «pero eso de que su hija andase por el Comité Revolucionario revuelta con hombres, era harina de otro costal». Lo mismo debió pensar Encarnación cuando Pepita comenzó a acudir a mítines con su tío, el masón Guillermo Gómiz, y a pronunciarse en público con las JSU, donde ambas militaron. Fue esa mentalidad androcéntrica imperante en la sociedad española, la que aprovecharía el Franquismo para juzgarlas tras la guerra de “procaces y vocingleras”26.
En Alhama, Carmen Tortosa no tenía altavoces para desbocar su pensamiento, pero adornaba su actividad de la estética revolucionaria que más rechazo provocaba en el enemigo: el mono azul con la munición a la cintura. Un símbolo viril, de clase y ciudadanía, que rompía las reglas del juego; el atuendo de los hombres trabajadores y únicos acreditados para portar armas y herramientas27.
En lugar de instrucción militar, a las “milicianas” se las preparaba para dispensar los primeros auxilios a los heridos del frente, de ahí que la primera promoción de sus compañeras saliera destinada a los hospitales de sangre. Carmen desempeñaría una función mucho más fecunda en la retaguardia, con los partidos y sindicatos que habían hecho del domicilio del cura la “casa del pueblo”. Las Juventudes organizaron allí el Socorro Rojo con un taller de costura, “cursos de superación cultural” impartidos por el maestro, y cuestaciones para el sanatorio de Almería. Cuando comenzaron a llegar los refugiados malagueños, les curaron los pies, se les alojó en almacenes y se distribuyeron por familias para su alimentación, dando grandes muestras de solidaridad28.
Carmen estaba rendida a su labor como secretaria de Pioneros, de donde la JSU decidió reclutarla, provocando de nuevo el escándalo familiar: «¡Cómo su hija iba a ir a Valencia! ¿Con qué derecho estos jóvenes pretendían alejarla de ellos?». Pese a sus reticencias, no pudieron negarse. Ni distancia ni cortapisas de género: en Almería existía otra escuela donde coincidiría con otra joven brillante y de orígenes alhameños, Anita Rodríguez, nombrada Secretaria Femenina en abril de 1938. Para entonces ya visitaba toda la provincia dando “mítines relámpago” a las mujeres, y siguiendo las indicaciones de su profesor, Andrés Fava, con el que atendía el Altavoz del Frente29.
Nada más terminar el curso, fue destinada a la Comisión Agraria del Comité Provincial, donde las jóvenes «formábamos brigadas de ayuda a los campesinos a fin de que no se perdieran las cosechas por falta de brazos». Y allí hubo de coincidir irremisiblemente con Pepita Collado, si no antes, después de salir de la Escuela de Cuadros. Sus vidas se cruzaban una y otra vez, en idénticos destinos y entre los mismos camaradas. Porque fue entonces cuando ambas trabajaron bajo las órdenes de Edmundo Peña, un personaje que debió causarles gran impresión, pues si una lo califica de “magnífico santanderino”, la otra tardó poco en enamorarse de él.
Aquí llega uno de esos “nudos de la memoria” que más difícil resulta interpretar, pues si Pepita da por hecho que partió en el último barco atracado en Almería, Carmen, con quien debió coincidir en la bodega del V.31, no sólo no lo menciona, sino que lo da por preso junto a su compañera, tal y como le informaron durante su exilio. Tampoco aparece en el listado de pasaje del secretario provincial, Juan García Maturana. Sólo encontramos referencias suyas y pasajeras en 1942, como parte de la organización clandestina del PCE y del Socorro Rojo de la comarca del Besaya. Y María José, la hija de Pepita, lo localiza en Madrid a finales de los 50, cuando su hijo Dimitrov (rebautizado por el Régimen como Jorge Demetrio), fue en su busca para conocerlo30.
Edmundo debió encontrar otro medio por el que escapar de la encrucijada, otro barco, otra perspectiva que le hizo volver a su Cantabria natal y quizás también a su otra familia. En todo caso, colaboró con la guerrilla y pertenece al grupo que Carmen Tortosa rememora como luchadores en el exilio: Ángel Herraiz, con el que trabajó en la Comisión de Organización, y que fue traductor en la URSS, y Emilio Fernández, de la Comisión Agraria, fusilado en 1950 tras penetrar en la Península junto a su marido.
Ellos fueron héroes para la causa antifascista. Ellas sólo rebeldes feministas. Josefa Collado se identifica con la causa de las mujeres que tuvieron que hacer frente a las injusticias sociales y la hipocresía moral. Carmen termina su relato en España aludiendo también a ese espíritu inconformista, al romper con el luto por la muerte de su hermana mayor. «Fui vestida con un velo que me llegaba hasta los pies. Había caminado bastante barriendo prejuicios en mi camino, para considerar que esto era pura tontería, pero trataba de no amargar a mis padres, que ya habían hecho bastantes concesiones». El presentarse después en su casa a cara descubierta provocó el escándalo familiar y la indiferencia de todos, un último gesto que terminó por forjar su rebeldía, la que hoy nos parece tan actual, en un tiempo lleno de hiyabs y burkas islamistas31.
3. —La cárcel o el exilio.
Cuando Carmen Tortosa preveía el final, trató de convencer a sus padres de abandonar el país, consiguiéndoles documentación antes de perder su influencia. Pero, a sabiendas de que su trayectoria les comprometía, ellos ya sólo esperaban el resultado de “la Victoria”. El 28 de marzo de 1939 su hija fue advertida de la elaboración de un plan y lista de evacuación por la dirección del Partido. Se había ganado un puesto por la ejecución de su “primer trabajo clandestino” frente a la Junta Nacional de Defensa. Del ofrecimiento de huida a Josefa Collado nada se dice en sus memorias. Es su hija María José quien nos habla varias veces de que la informaron de la existencia de un barco dispuesto a salvarlos, y que ella rechazó.
¿Sería cierto? Ella desearía defender su honor político frente a un diario que sólo habla de desamor, sin llegar a nombrarlo. Detalla el nacimiento de su primogénito en la maternidad de Vélez Rubio, creada en 1937 para las refugiadas madrileñas. De allí salió a punta de pistola cuando comenzaron las encarcelaciones de la cúpula del PC, y su periplo hacia Puerto Lumbreras y Almería, donde llegaría el 15 de marzo. En los Cortijos de Marín fue cobijada junto a Matilde Martínez, Secretaria de la Mujer del PC, por el hermano del dirigente provincial, José Maturana. Pero la persecución de las fuerzas de asalto la hizo regresar hasta Murcia, donde se encontraría con su marido. Para entonces él ya la consideraba una carga. Enferma con mastitis y sin un duro, le aconseja que abandone a su hijo, pero sus dos poderosas razones (bombas de mano) surten efecto y consigue que la acompañen a casa. Allí sería él quien se embarca, quien huye, quien se salva… ¿Qué la retuvo entonces? Seguramente la responsabilidad y el desprecio hacia los seres que se había entregado:
"Cómo voy a abandonar a mi hijo, se ve que los hombres no lo lleváis en el vientre […] cuando estaba en la puerta le dije, vuelve y dale un beso a tu hijo que es el último beso que le vas a dar, y así terminó los once meses de mi matrimonio"32.
Antes de eso, Pepita le ha dado ropa limpia y ha aceptado que sus compañeros de huida ocupen su casa. Ha cumplido hasta el último momento con sus obligaciones de esposa, aunque como propagandista ya hubiera trasgredido todas las barreras de género. Si la guerra le permitió liberarse, la maternidad acabaría con los cantos de sirena. Se convertiría, sin embargo, en la razón más poderosa, allí donde lo público y lo privado se escindían nuevamente para dar lugar a una “conciencia femenina”33.
Tres semanas antes había dado a luz, su marido la había dejado, sus camaradas no iban a esperarla. Como decía el propio Edmundo en la Tribuna del Partido: “No hay insustituibles”34. Él lucharía por el país y ella por su hijo. Carmen Tortosa nos habla de los que abandonaron el proyecto, aún después de estar embarcados:
"Algunos de los camaradas que el Partido había considerado debían salir no acudieron a la cita. Unos porque tenían hijos menores, como en el caso de Carmen Gómez […] que, de haberse marchado ella, hubiesen quedado desamparados"35.
Podemos responder entonces a la pregunta que nos formulábamos al principio: qué hizo que Carmen Tortosa tomara la decisión de partir, a pesar del desgarro que supuso dejar atrás Almería, y que Pepita Collado dejara escapar su oportunidad y su hombre, aún sabiendo que nunca más volvería a verlo. Sus casos eran distintos, aunque para una mujer soltera y sin vástagos a los que cuidar, también «fueron horas torturantes desde las 9 de la mañana hasta las 4 de la tarde en que por fin decidí partir», pues «lo más seguro sería la muerte, y quería evitarle a toda costa este disgusto a mis padres». Existen factores de género inherentes a la migración muy poco valorados. Si la vinculación de las mujeres a las tareas reproductivas ha constituido la mayor rémora a la hora de cambiar de residencia, hay otros motivos dentro de la propia familia para hacerlo. A diferencia de muchos hombres, ellas contemplaron el abandono del hogar paterno como el único medio de labrarse una trayectoria autónoma, aunque fuera en unas condiciones difíciles como el exilio36.
A nivel micro, actuarían otros elementos como el nivel educativo de estas mujeres, que no les permitía ascender socialmente con facilidad, a menos que fuera dentro de su organización política, donde ellas se sintieron por primera vez realizadas. Al componente estrictamente de género, hemos de añadir una mentalidad campesina, donde las estrategias van encaminadas a reproducir unidades domésticas y mejorar sus condiciones de vida desde una posición de inferioridad reconocida. En el caso de estas mujeres, por «sus experiencias previas, sus valores e identidades colectivas, sus recursos y capacidades de movilización y sus posibilidades y oportunidades políticas»37.
Otro tanto podemos decir del ciclo vital femenino, en lo que afecta a sus relaciones familiares y a su propia descendencia. Con apenas 20 años, Pepita Collado ya era madre y no contaba con hermanos mayores ni un hogar estructurado que le sirvieran de red para tomar la decisión de huir al extranjero y ponerse a salvo. Carmen Tortosa, en cambio, tenía una familia politizada y escasas ataduras que le impidieran mirar al otro lado del Mediterráneo. A pesar de la juventud de ambas mujeres y su mismo nivel de implicación con el partido, la sujeción a las responsabilidades familiares pudo ser determinante a la hora de decidir38.
Aunque la guerra fuera una oportunidad de emancipación para ellas, que alteró las relaciones de poder y de género dentro de sus hogares, y les llevó a tomar decisiones que hubieran sido inconcebibles para chicas de su extracción social en otra coyuntura, fue su estado al término de la misma lo que marcaría sus vidas. Carmen se vio investida por unos momentos de la autoridad política, era autónoma y tenía tantas posibilidades de ser represaliada, que pudo seguir su camino sin volver la vista atrás, o sólo de reojo. Josefa, a su misma edad, se encontraba ya en un ciclo vital distinto, el de la maternidad, que la convertía en cabeza de familia y, desde que dejó marchar a su marido, en madre soltera. Ver a la suya también sola, pagando con cárcel sus lances propagandísticos y cuidando además de su pequeño, le hizo pensar que su decisión ya estaba tomada.
La agencia de estas mujeres, dictada aparentemente por “razones del corazón que la razón no entiende”, tuvo en realidad una raíz y trascendencia política, al requerir la negociación con sus seres más queridos, con el tiempo y el espacio: un futuro en el exilio o en la cárcel39.
El mismo 1 de abril dos policías detuvieron a Encarnación Gómiz. Pepita fue a entregarse y explicar la confusión, pero la creyeron incapaz tan niña de ser ella a quien buscaban. Durante la primera semana de arresto, visitó cada día a su madre, pero las mismas vecinas que la habían denunciado, la perseguían gritando: “El paseo es para las personas decentes, tan joven y tiene un hijo, todas las Rojas son Putillas”. Josefa dice, textualmente, que ahí empezó su odisea, la que representan sus memorias al mostrar su superioridad moral frente el fariseísmo franquista:
"Salió la rebeldía que tenía en mi cuerpo y me acordé de las palabras de esa gran mujer, Dolores Ibárruri la Pasionaria (Vale más morir de pie que vivir de rodillas) […] y yo le contesté: Soy roja, ¿y qué?, estoy dispuesta a morir por ello si es preciso, antes que vivir con gente tan indeseable como usted40".
Todo lo que viene después, en las memorias de Josefa Collado, forma parte y toma forma de epopeya. Cómo es conducida al cuartel de la guardia civil porque la comisaría era demasiado “fina” para ella; cómo la recibieron allí con maquinillas de afeitar, y cuál fue su respuesta:
"Empezaron las palabras soeces, quién me había hecho el niño, si había pasado gusto, que cuántas veces lo hacía […] uno se sacó la pistola del cinto y me puso la pistola en las sienes, te voy a dar 117 tiros […] Cogí a mi hijo y le puse su cabecita junto a la mía, le dije: dispare y acabe de una vez, y así matará dos pájaros de un tiro41".
Gracias a la intervención del sargento, Josefa asegura que no la violaron. Así se lo aseguró siempre a sus hijas para preservar su dignidad: “Nunca me tocaron un pelo”. Era demasiado niña, tenía que amamantar, admitía la acusación y además poseía una casa, cuyas llaves le valieron la indulgencia. Sin embargo, con ella apresaron a Juana González Galera, una anarquista de Sorbas, morena y bellísima, a la que desnudaron en su presencia. Juntas fueron enviadas a prisión el 12 de abril, donde pudo reencontrarse con su madre y, por fin, hacerse fuertes porque “nosotras no éramos chivatas”42.
Cuando Pepita es procesada en mayo de 1939, se la tilda de “peligrosísima”, propagandista de acción y secretaria de la AMA. Para entonces ya se había convertido en un icono por la más atrevida de sus intervenciones: cuando ataviada con un altavoz y la bandera republicana, pidió la cabeza del comandante del la Guardia Civil, Cleofás Céspedes Serrano, subida a los refugios del centro de Almería43.
Pero en su primera declaración, Pepita negaba haber tenido ideales. Se afilió a las Mujeres Antifascistas cuando era obligatoria la sindicación obrera y apenas ganaba “tres duros de jornal mensual” en las casas donde servía. Sería la presidenta de dicha organización, Antonia Piedra, quien la llevó así vestida a hacer tales manifestaciones durante un mitin. Por tanto, fue el Partido quien la obligó a actuar así, y su deber como esposa el acompañar a su marido en los camiones de propaganda.
Sus avalistas corroboraron estos extremos. Su comportamiento fue bueno, y si hizo alguna propaganda fue, sin duda, “inducida de los elementos marxistas que la engañaban” y le daban los discursos escritos para que se los aprendiera de memoria. La muchacha “no tenía mal fondo”, pues se había educado con las monjas, pero a sus 16 años se dejó llevar por “los halagos que le hiciera el citado Partido”. Más aún, fue allí donde «la deshonraron, con lo que se demuestra que no solamente se valieron de ella para fines de propaganda sino para satisfacer los propios instintos de sus dirigentes»44.
Mes y medio después de su primera declaración, la propia Pepita negaba incluso haber escrito los artículos de periódico que se adjuntaban a la acusación, adjudicando la autoría a su marido. El mismo, según añadió ella espontáneamente, que la engatusó: «pues siendo casado y con cinco hijos le ofreció matrimonio que aceptó entonces, dejándola en la actualidad con un hijo de pocos meses»45.
Como ya se dijo al comienzo, Pepita sería acusada finalmente de “concubina al estilo marxista” y excitadora “de todas las atrocidades típicas de los rojos”. No obstante, si ocupó cargos directivos fue por imperativo de su marido y de la propia necesidad económica. Una minoría de edad para la toma de decisiones que no impidió que fuera condenada a 12 años y un día de cárcel. En cualquier caso, la sentencia fue “benevolente”, según manifestaría más tarde, porque se la acusó tan sólo de la anécdota del altavoz. Ella misma consideraba que su actuación implicaba una mayor responsabilidad, que le hubiera valido quizás un castigo ejemplarizante como el recibido tres años más tarde por la secretaria provincial de Mujeres Libres, Encarnita Magaña46.
Pero ella supo jugar sus cartas con argumentos genuinamente “femeninos”. Si los tribunales militares franquistas juzgaron moralmente a las mujeres, por su conducta privada durante la guerra, las encartadas se valieron de su propio lenguaje para defenderse. Mientras su hija habló siempre de Pepita como una dependienta cara al público, en la sombrerería de Fernández y el estudio fotográfico de Rojas, justificando así su facilidad de palabra en un oficio propio de clases medias o “cuello blanco”, ella se presenta a sí misma como una humilde e ignorante sirvienta, incapaz de tener ideales propios y fácilmente manipulable. Quiere ser la joven desvalida que el Régimen le imputa, utilizada por un hombre mayor que ella, pero al que sigue cual leal esposa. Si la justicia militar utilizaba el amancebamiento como un agravante de su historial bélico, Pepita y otras compañeras hicieron del sexo el catalizador para evitar la represión de posguerra. Hacerse la tonta y emplear valores tradicionales de género formaba parte de las “armas de los débiles” para eximir responsabilidades47.
Encarnación Gómiz fue liberada sin mayor justificación cuando había pasado un año del fin de la guerra. Mientras estuvieron juntas en la cárcel ayudó a Pepita cuanto pudo. Vendía sus raciones de pan para comprar harina tostada a su nieto, pero debía volver a casa con sus dos hijos pequeños. Según nos contaba María José, lo primero que hizo fue quemar todos los libros que pudieran comprometerlas, incluso El Quijote, y lo segundo inventarse un nuevo hogar, ya que su propia familia le traicionó y se apoderó de su vivienda, dejándoles a los tres “de patitas en la calle”.
El hermano menor de Pepita tuvo que acudir a la tienda-asilo de la Milagrosa para sobrevivir, pero terminó buscando en la basura y enfermando. “Murió loco” dice ella, que vivió todos los sinsabores desde su encierro; amargos recuerdos que componen la segunda parte de unas memorias llenas de lugares comunes para las presas antifascistas. No sólo la cárcel, sino el código de honor que compartían, los valores y el desafío llevados a extremos de contenido heroico frente a la violencia del “otro”, y las pequeñas rebeldías cotidianas como símbolos de resistencia. Desde el cuidado del cuerpo para reivindicar su dignidad, a la enseñanza y el mantenimiento de actitudes micropolíticas, como la presencia de un “nosotras” cargado de significación: el pronombre de la solidaridad, de una memoria colectiva en la situación más hostil posible. La memoria de esa lucha es ya, en sí misma, una opción política; la opción de escribirla otra, fundada en la construcción de una identidad a menudo escindida por tener que elegir entre su condición de madres o militantes clandestinas48.
En su relato, cargado de anécdotas de hambre, castigos, humillaciones lésbicas, discusiones entre presas comunes y políticas, también hay lugar para el agradecimiento y la lealtad a un ideal. Josefa insiste varias veces en el impacto que le produjo, siendo tan joven, tener que presenciar formadas aquella violencia de género de signo redentorista. Matilde Martínez y Pilar Salmerón, sobrina-nieta de D. Nicolás, fueron “paseadas” y las prostitutas apaleadas con un vergajo por la “cabo de vara”, pero el 14 de abril de 1940 un grupo se levantó de madrugada para saludar, puño en alto, su bandera tricolor hecha de jirones de tela. Cuando no tenía con qué calzarse, “la madre de Félix Pérez, maestra” le compró unas alpargatas, y conmovida con ese gesto, Pepita la quiso compensar con su único tesoro: la estilográfica que conservaba como recuerdo de su marido. Con ella se fue toda una época, es el eslabón que engarza la represión desde dentro con el destino en el destierro de su alter ego, Carmen Tortosa.
4. —Destierro y extrañamiento de la identidad antifascista.
Carmen habla por primera vez de la madre de Félix Pérez, porque fue ella quien se negó a embarcar por sus hijos el 29 de marzo de 1939. Carmen Gómez Romero fue maestra de Somontín, secretaria de Izquierda Republicana con el Frente Popular, y representante del Partido Comunista en su consejo municipal dos años más tarde. Con Matilde Landa compartió la “Conferencia de Información Popular” en noviembre de 1938 y, quizás por su trayectoria tan modélica, Juan García Maturana le dedica un recuerdo desde Orán, en su informe sobre la evacuación de Almería: «Quiero, por último, resaltar la conducta magnífica de la camarada Carmen Gómez. Fue el alma del trabajo en todo este periodo, no titubeó un solo minuto y gracias a ella se mantuvo» 49.
Efectivamente, es la única mujer que el secretario provincial del PC cita como enlace cuando la cúpula del partido fue apresada; la única escogida por Ángel Aguilera para integrar el Buró clandestino durante la Junta de Defensa. ¿Qué pasa entonces con la inestimable labor desarrollada por Carmen Tortosa? Sus memorias la sitúan gestionando la libertad de los detenidos, contactando con el ejército y difundiendo la condena a los “casadistas”. Parece poco reconocimiento para tan difícil labor. Aguilera elogia al “camarada Hernández” por los comunicados; en cambio dice que el plan de agitación en la calle «fracasó en absoluto porque no hubo decisión por parte de los que habían sido responsabilizados». Es a ella a quien se refiere, pues textualmente indica: “fui la encargada de organizar su difusión en Almería”. Su superior no la nombra, pero a cambio recuerda que en el reparto fue detenida la Secretaria de Cultura de la Unión de Muchachas, y «en la cárcel se quedó cuando hicimos la evacuación»50.
Ahí es donde la confusión entre historia y memoria llega a su clímax. Carmen Tortosa no asume que la dirección del Partido le recriminó su mala gestión e incluso la responsabilizó de la detención de María González Iglesias, la amiga a la que encontró 38 años después de despedirla en Gachas Colorás, prometiéndole “pegarle fuego si ella no salía en libertad”. Por el contrario, parece arrogarse el protagonismo que en esos días sólo compartiría con Carmen Gómez, quien probablemente le cedió su sitio en el bou V.31. Un bucle del destino casi inverosímil, porque «más tarde fue encarcelada. El hijo menor desapareció, y las dos hijas, las recogieron mis padres»51.
Desde aquel día fatídico, Carmen y Pepita sufrieron un doble destierro, aunque la naturaleza de su exilio fuera diferente. La primera representa al medio millón de españoles que cruzaron la frontera para iniciar otra vida a cientos de kilómetros de distancia. La segunda a los 300.000 internos en las cárceles franquistas que, a su liberación, tampoco tenían ya una “Patria” a la que dirigirse. No reconocían al país que habían abandonado en 1939, ni se encontraban a sí mismos dentro de él, por lo que iniciaron un peregrinaje geográfico, laboral y emocional, hasta encontrar su sitio.
Juan Bautista Vilar, estudioso de la emigración española en el norte de África, dice que una parte de España siempre ha estado fuera de España, con ello resume no sólo un balance demográfico histórico, sino un estado civil e ideológico: el del extrañamiento político y social sin necesidad de abandonar la Península52.
Los y las almerienses han sido parte significativa de ese flujo constante de personas en busca de nuevas oportunidades. La fragilidad malthusiana de una provincia tan pobre en recursos y próxima al mar, le obligó a embarcarse en todas las corrientes migratorias: transoceánicas, mediterráneas y después continentales, hacia el norte de España y Europa. La literata Celia Viñas Olivella describe en Viento Levante el espíritu navegante y anónimo de sus gentes… Juan Goytisolo apostilla: «las fosas comunes del mundo entero contienen, sin duda, un buen porcentaje de almerienses» 53.
Pero el exilio al norte de África tampoco fue igual al que cruzó Le Perthus y Cervere, o llegó en barco a Morelia. A diferencia de su paisana, la poetisa María Enciso, que pasó a Francia y Bélgica como delegada de Evacuación, y de allí a Colombia y México, como ilustrada de la JARE, Carmen Tortosa se confundiría entre la marea popular que llegó a Argelia. En su trayectoria podemos advertir las categorizaciones existentes en el exilio femenino, incluso a un nivel tan local.
María (Pérez) Enciso se distingue por sus orígenes acomodados y unas ideas republicanas que, ya en 1931, la llevaron a escribir en el Diario de Almería en contra de la movilización apostolar por la secularización del Estado. Poco después marcharía a Barcelona, formando parte del PSUC y la selecta Residencia de Estudiantes de Ríos Rosas. En la otra banda, Carmen Tortosa y Josefa Collado pertenecían a una generación más joven, la movilizada por la guerra civil, que no tuvo acceso a una educación tan cultivada y utilizaría ese mismo periódico como propaganda de su Partido54.
Antes de hablarnos de su llegada a Orán, Carmen comenta que tuvo la oportunidad de instalarse en México en 1939, seguramente ayudada por el SERE de Negrín, aunque no lo mencione. Lo que parece seguro es que siguió colaborando con el Socorro Rojo Internacional, la organización creada por la Komintern tras la Revolución Rusa, y cuyo comité en Almería ella misma dirigió desde 1938. Su actividad durante la posguerra, aunque menos articulada y conocida, resultó fundamental dentro y fuera de la Península. Su hija Aída recuerda las reuniones en su casa, las cartas a los presos, las recogidas de firmas y las colectas, aunque nunca recibiera el nombre de Socorro Rojo en Casablanca, ni en París, donde pasó a denominarse Secours Populaire Français en 1936, funcionando clandestinamente durante la ocupación, hasta resurgir en 194555.
Seguramente también con su ayuda, Carmen pudo encontrar rápido acomodo cuando el V.31 arribó, por fin, a Argelia el 29 de marzo. La descripción pormenorizada que hace de la llegada es tan angustiosa como agradecida. Se deshizo de su revólver en el primer registro de los senegaleses, aguantaron cinco días retenidos en la bahía, pero los alhameños se valieron de pescadores para visitarla y que no les faltara nada. Incluso dice ser la primera en pisar tierra el 3 de abril, al ser reclamada como sobrina por la madre de Manuel López, un paisano suyo bien instalado.
El sentimiento de culpa, de “vivir un extraño sueño”, apareció rápido; su “madrina” la colmaba de atenciones pero sus camaradas seguían en el muelle, y otros 3.000 republicanos caían enfermos en la cuarentena del Stanbrook. A ella la adoptaron como una hija en la rue Larriol, mientras los hombres eran conducidos a campos de trabajo en el desierto, y la cárcel vieja se llenaba de matrimonios, mujeres y niños56.
Con su nueva familia acudió a diario a visitar el campo de la Avenida de Tunis y llevar lo necesario a sus conocidos: Galán, el ya citado Ángel Herraiz, y el maestro Cerezo. Aunque los estudios disponibles hablan de una fuerte división ideológica en la colonia, Carmen sólo recuerda la solidaridad antifascista, material y moral, frente al trato vejatorio de las autoridades. Se impone así, nuevamente, su identidad comunista al reflejo fiel de la diversidad que componía la propia sociedad española57.
Los contactos con algunas familias a las que recordaba de su niñez fueron constantes, e incluso pudo recuperarse del paludismo en casa de una tía abuela suya, con la que dio al poco tiempo. Pero su principal preocupación era encontrar un trabajo para no resultar una carga. Reconoce que no tenía oficio alguno, que aprendió mecanografía en la guerra pero no conocía el idioma, y que no disponía más que de sus nociones de costura por haber ayudado a su hermana. Así fue como se colocó en casa de Madame Gutiérrez, haciéndose pantalonera, conocimientos que más tarde le permitieron “asegurar el pan de mis dos hijas”. Y es que fueron muchas las mujeres que, desposeídas entonces de sus medios de producción, tuvieron que sobrevivir haciendo uso de los conocimientos informales en que, como mujeres, las habían educado. Sólo trabajando como servicio doméstico, cocineras, planchadoras, tenderas, hospederas, pero sobre todo costureras y bordadoras, pudieron salir adelante. La propia viuda de Azaña, Dolores Rivas Cheriff, tejía guantes de ganchillo para unos grandes almacenes en Ciudad de México, mientras Carmen Tortosa hacía lo propio en Marruecos58.
Su refugio allí fue la casa de Madame Fernández, a quien define como alicantina de “gran personalidad”, que atraía a numerosos exiliados políticos, ayudándolos a todos “sin mirar el carné”. A pesar de las diferencias surgidas al final de la guerra, la joven Carmen encontró allí un encuentro conciliador entre republicanos y una familia. Gracias a la ayuda del SERE, pudo alquilar una habitación en el mismo barrio de Gambetta, que poblado de españoles y comunistas, le ayudaron a pintar y confeccionar sus muebles con cajas59. Esa casa de vecinos con baño común y lámparas de carburo, se convirtió en su “palacio rosado”. Allí leería a Víctor Hugo, Voltaire, Dumas o Blasco Ibáñez; reforzaría su identidad obrera y mantendría calurosas discusiones sobre el Pacto Germano-Soviético cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Se quedó sin empleo por las restricciones a empresas con más del 10% de extranjeros, pero se negó a trabajar como dama de compañía y empezó a fabricar jabón para el mercado negro. «De esta forma empezaron los días de la flauta de pan y los huevos hervidos».
Entonces le llegaron noticias del Partido para reorganizar las Juventudes junto a José Luis, que vivía cómodamente como hijo del ex ministro socialista, Wenceslao Carrillo. A punto estuvo de casarse con él y marchar a México, pero fue movilizado a la compañía de trabajadores de Relizane, y el jefe de su célula le habló de un evadido de esos campos, comisario de Tanques de la República y trabajador del Transahariano, convertido en leyenda e interesado en ella: Ricardo Beneyto60.
El encuentro se produjo cuando Carmen se trasladó con la familia García a una villa en los altos de Gambetta, a finales de 1940. Al poco ya habían formalizado su relación, y aunque él sólo disponía de un documento con identidad falsa, su unión se consumó «como pueden hacerlo dos personas identificadas no sólo en los sentimientos, sino también en algo tan fundamental como los ideales». Así describe Carmen su matrimonio, sin ahondar en el hecho de que “Bene” estaba casado y tenía otra familia en Almansa, información que, por otra parte, nunca ocultaron a sus propias hijas61.
Desde entonces, la vivienda que compartían con la familia García se convirtió en refugio y centro de operaciones del Partido Comunista en Orán. Mientras Ricardo se entregaba totalmente a las tareas directivas, Carmen trabajaba en una carnicería, y vendía jabón y perfumes a domicilio. Con lo justo para sobrevivir y la policía pisándoles los talones, el embarazo anunciado en mayo de 1941 no salió adelante. Otra vez era el hombre maduro quien esfumaba el entusiasmo de una joven de 21 años, que accedió al aborto para que no pensara “que yo quería tenerlo amarrado con un hijo de él no deseado”. Nuevamente, el entusiasmo político se mezcla con el trauma personal porque «como mujer normal, la maternidad es una gran ilusión en nuestra vida».
Un mes más tarde, coincidiendo con la declaración de guerra de Alemania a la URSS, una redada anti-contrabando hizo que la policía descubriera parte de los archivos del Partido. La violación de las “reglas de la clandestinidad” provocó una serie de detenciones en cadena, que puso a muchos de sus camaradas en peligro. Beneyto se encargó de enterrar el resto de documentación frente a su casa, pero al cabo de unos días también fue apresado. Desde entonces, Carmen se convierte en enlace y “mujer de preso”, ejerciendo las típicas funciones de género. Aprende a introducir notas en el cesto de la comida o un carrete de hilo; trabaja y busca un abogado para su marido, que a la vez delega en ella la venta de alpargatas de los presos comunistas a un comerciante judío. Toda esta actividad le obligaba a estar todo el día en la calle y en constante tensión, tanto que, con las hemorragias propias del aborto, temió por su salud:
«Me sentía completamente aplastada, como si el cielo y la tierra se hubiesen juntado. Hasta el pelo empezaba a caérseme. Mi encuentro con otros camaradas en la puerta de la prisión […] las exclamaciones de si te damos un soplo te caes, te estás quedando calva, cuídate que vas a coger una tuberculosis… surtía en mi el efecto contrario»62.
Estaba desbordada, aterrada, exhausta. Escuchó entre sueños como la policía abría la puerta para llevársela, e imaginó que la colgarían boca abajo y le aplicarían corrientes, pero de la comisaría de Saint Eugène la enviaron directamente a la cárcel de Orán. Según sus memorias, ella fue la primera presa política que entró allí y dieron órdenes de mantenerla sola por ser muy peligrosa… Pero Carmen sólo pensaba en que era 16 de julio, día de su onomástica, y que su madre lo celebraría en casa.
Ahí acaba su historia, su relato interrumpido, sin dilucidar qué pasa con su marido, sin parir a sus dos hijas, sin saberlo morir… sin llegar a la que consideraría hasta el final de sus días como la “isla de la esperanza”. Nada más se nos dice de la suerte de su familia en Alhama que, mientras tanto, no quedaría impune. En marzo de 1944 sus padres y hermano fueron encarcelados por refugiar en su cueva una partida de maquis que había asaltado unos cortijos, y en la que un vecino falleció accidentalmente. El resultado de la batida llevada a cabo por la Benemérita, fue la condena a muerte de cuatro procesados inocentes, así como del cuñado de Carmen, Raimundo Carpena, que se ahorcó en su celda, supuestamente, cuando le imputaron la autoría del disparo. Alfonso Tortosa y Carmen Martínez fueron condenados a 20 años, y el joven Antonio a doce, de los que cumplieron la mitad. Demasiada cárcel para ser meros colaboradores; pesaban sobre ellos cinco años justos de persecución y registros diarios para averiguar el paradero de su hija63.
El chantaje emocional fue moneda común, y Encarnación Gómiz sufría lo propio en Almería, desde que la separaron de Pepita. Tras su excarcelación, aquella supuesta pena de muerte fue conmutada por 12 años de reclusión en el penal de Saturrarán, en Guipúzcoa. La delicada salud de Dimitrov, sin apenas ropa de invierno, le obligó a confiárselo y subir con otras 29 reclusas al tren que las llevaría por Fiñana, hasta la prisión de Linares y, más tarde, el convento de Claudio Coello en Madrid, donde se concentraron 200. Cada una de esas paradas está asociada en su memoria a un crimen y un gesto de solidaridad… como un puño en alto o un billete anónimo en su bolsillo.
Al reiniciar la marcha hasta Vitoria, las subieron en vagones de carga donde se hacían sus necesidades encima, pero el hacinamiento real les esperaba en la cárcel, donde pasaron la cuarentena en el pabellón celular. Aunque existen estudios más recientes sobre las condiciones de habitabilidad de Saturrarán, Pepita describe con todo lujo de detalles ese islote amesetado y propiedad de los jesuitas64.
El hambre y la humillación se sobrellevaban allí gracias a la ayuda sincera entre compañeras, los ratos de recreo y el sentido del humor como arma de resistencia. El micro-cosmos carcelario reproducía la vida cotidiana extramuros, bajo la férula constante de la institución mercedaria: allí donde contar chistes o bailar en cuaresma se pagaba con la carta semanal, fregando retretes o en la celda de castigo. Pepita llegó a pesar 35 kilos y enfermó varias veces por la mala alimentación. Como no tenía quién le llevara una “cesta”, los médicos le aconsejaron redimir pena por el trabajo, colaborando en comedores y bordando mantelerías; así conseguiría dinero suficiente para sobrevivir con dignidad, comprar jabón y mandar sellos a su madre. Y es que el alejamiento penitenciario era la clave para reproducir un sistema que, al romper los lazos políticos y familiares, propiciaba una ingente cantidad de mano de obra barata65.
Aunque el término “exilio interior” fuera acuñado por los integrantes del mundo de la cultura que no cruzaron la frontera, sus víctimas fueron también aquellas mujeres y hombres comunes obligados a vivir con órdenes de alejamiento, condenados a la muerte civil muchos años después de terminada la guerra. Es la diáspora de los presos sometidos a trabajos forzados, que arrastraron a millares de familias corrientes para garantizarles su ayuda y rehacer una vida deshecha. Esa “población desplazada” por un régimen que los calificaba de “antiespañoles”, y cuyo itinerario en busca de nuevas oportunidades confunde el exilio, con la emigración y la marginación social.
«En la década de los 40, los que pudieron sobrevivir a la muerte, el exilio o la cárcel […], no encontraron facilidades de ninguna clase para reinsertarse en la vida laboral y social de sus lugares originarios. El estigma de “rojo” de hombres y mujeres, ancianos y niños, hizo muy difícil volver a reiniciar sus vidas en sus localidades, en las que con no poca frecuencia habían sido desposeídos de casas, tierras y enseres»66.
Ése es el marco exacto en que tenemos que situar a Pepita Collado, cuando abandonó Saturrarán el 23 de diciembre de 1942. En sus bolsillos sólo un documento de libertad vigilada y 3´50 ptas. para comer en el camino, aunque en otro guiño a su dignidad, contara a sus hijas que lo empleó en una barra de labios. En el tren hacia Madrid encontró un policía que le dio la noche buena vociferando “ya están los rojos en la calle”, pero tras él llegaron numerosas muestras de cariño, sobre todo mujeres que al verla tan joven le llenaron de reservas sus alforjas. Cuando llegó a Almería, su madre no tenía ni un cazo de manzanilla con que recibirla, así que en seguida se puso a servir, hasta que el guardia civil que se convirtió en su sombra la denunciaba a sus patronos por roja… «Así empecé a comprender que no estaba en libertad, sino en una represión casi más fuerte que la cárcel». Y así era. En el penal Pepita se había socializado entre iguales que habían creado una escuela para presas políticas, pero en la calle era solo una desheredada más… el lumpen de los márgenes franquistas67.
En Auxilio Social las camareras empezaron a insultarla como en 1939, “que si no le daba vergüenza ir a comer allí”, así que trabajó como doméstica hasta soportar las peores humillaciones. Cuando una señorita de su misma edad le metió la cabeza en la fregona por roja, llegó el punto de inflexión que la convenció para marcharse. Lo que no consiguió su marido, lo hizo la maledicencia de otras mujeres: que dejara a su hijo.
La red que consiguió tejer en Saturrarán le proporcionó contactos por toda España. Una compañera de Torrelavega la albergó hasta que empezó a trabajar en los caseríos, paciendo vacas, y en una casa del pueblo, pero hasta allí llegaron los informes policiales y la persecución a que los señoritos solían someter a las internas… La segunda vuelta a Almería y su dura realidad provinciana fue aún peor. Sus conocidos querían ver los callos de sus manos para asegurarse de su decencia, y su madre les preguntaba por qué no la dejaban tranquila. Pero Pepita ya sólo «deseaba perder de vista esta sociedad tan injusta y tan mala para los no adictos al Franquismo»68. El hambre llegó a ser tal que apenas tomaban caldo durante la semana. Pepita acudió en busca de la caridad de su padre, un alhondiguista del mercado que había repudiado a su madre, pero no aceptó su soborno, antes prefirió meterse a trabajar en la casa del mismo auditor de guerra que la enviara a la cárcel. A partir de ahí, la otrora epopeya bélica, se convierte en un repertorio de anécdotas como estraperlista y “armas de los débiles” o, como ella lo define: “la ley de la supervivencia”69.
Esa misma ley le llevó doce días a la cárcel tras una redada de la Fiscalía de Tasas. Y ahí encontramos otro punto y aparte en su lucha de madre coraje. En Madrid comenzó a servir con una familia numerosa de represaliados antifranquistas. Allí trabajó mucho, pero se sentía bien “porque no tenía que negar mi identidad”. Hasta un hijo de su misma edad la invitó una noche a la “verbena de los melones”, la primera de su vida en que salió libremente con un chico, sin la amenaza de la guerra. Tenía 25 años, pero cuando la describe emocionada a los 70, parece justificarse una y otra vez de la limpia intención que los guiaba, cuando caminaban cogidos del brazo:
«No he pasado nunca más una noche tan blanca y limpia […] que noche más magnífica, no pensábamos más que en divertirnos como dos colegiales, no creía yo en los cuentos de hadas porque la vida había sido cruel conmigo, pero esa anoche no la hubiera cambiado por nada, me parecía cabalgar sobre una nube»70.
En el relato de Pepita éste parece haber sido el único respiro que se permitió en su vida. Al día siguiente, la madre de su acompañante la echó de casa, pero ya ella había abierto los ojos, “era libre para salir y vivir con ilusión, sin pensar si me cogen…” Ahí terminan sus memorias: en Madrid, una noche de verbena. Puede decirse que ese día Pepita se convirtió en Josefa. Sus últimas palabras están dedicadas a sus compañeras de cárcel, que no pudieron vivir la libertad por la que lucharon, y a los jóvenes “que disfrutan de esos años que a nosotras… nos arrebataron”.
Ese fue el exilio de nuestra protagonista, el escrito en clave de resistencia cotidiana. Un exilio interior, doméstico, privado, como el de tantos españoles y españolas que, destruida la sociedad civil, desarticulado el movimiento obrero y negada la capacidad de pensar, se mantuvieron firmes en su inocencia71.
Podríamos continuar la biografía de Josefa Collado hasta mucho después. Gracias a su hija María José, sabemos que tras dejar Madrid se fue a Alicante y Palma de Mallorca “por los contactos del partido”, aunque no dejara constancia escrita de su colaboración en el Socorro Rojo ni el PCE clandestino. A mediados de los 40 empezó a asistir a reuniones que la decepcionaron por su “poca seriedad” y abandonó cualquier actividad política. Cosiendo para la calle y trabajando como cocinera, conoció a un contable generoso, que no le pidió explicaciones sobre su pasado y que la determinaría a casarse en diciembre de 194972.
La decisión de formar una familia con un excombatiente del Ejército Nacional y funcionario público, representa otra faceta de esa “política sexual” que describíamos al comienzo. Encarna un modelo de género tradicional que consiguió desmovilizarla, desconectarla de los focos de resistencia para alcanzar, por fin, una vida tranquila, cierta “normalidad” en los márgenes de la dictadura. No hay juicio moral sobre una conducta que unió a tantos antifascistas, dentro y fuera de España, por la necesidad de buscar la “reconciliación social”, al término de la II Guerra Mundial. Porque no hay que olvidar que ambas hicieron ese segundo viaje sólo cuando se abandonó toda esperanza de restablecer la democracia republicana. Fue entonces cuando una pasa de Orán a Casablanca, y otra de Madrid a Palma... cada vez más lejos de su hogar pero con un compañero de viaje. Si la decisión de Carmen fue seguir luchando desde Marruecos, Pepita se desconecta de lo “público” para centrarse en su vida privada. El viraje por la supervivencia que buscaba la dictadura y le permitió consolidarse73.
Así podríamos concluir la experiencia y las vidas cruzadas de estas dos mujeres, protagonistas sólo de su pasado, en la cárcel y el exilio. Pero Carmen y Pepita forman parte además de la “memoria grupal” de las antifascistas españolas, de esa España demolida que se quería fuera de la oficial. Una vivió como extranjera hasta el final, y la otra tuvo que reinventarse tras ser repudiada en su propia tierra. Las dos saltaron desde Almería, en la esquina del mapa, al mar. La primera llegó a las costas de Argelia, y la segunda salvó la vida en “otra isla” similar a su ciudad natal74.
A pesar de seguir trayectorias paralelas, ambas vidas divergieron en un momento crucial: el fin de la guerra. Con apenas tres meses de diferencia, fueron captadas por el PC, se adhirieron a la JSU, acudieron a la Escuela de Cuadros y trabajarían en la Comisión Agraria. Conocieron a los mismos hombres, pero sólo una dejó que los “hábitos del corazón” le marcaran un futuro diferente. Así, hemos diseccionado las causas y efectos de las decisiones tomadas aquel 29 de marzo de 1939.
Una vez definido el punto de inflexión que cruza sus vidas, los paralelismos continuarían. A las dos les buscaron “rabo”, sobrevivieron en el mercado negro, y se enamoraron de hombres casados, que no desearon los hijos de una unión fraguada en mitad de la guerra. Por eso sus relatos están llenos de metáforas: desde los nombres de sus primogénitos, Dimitrov y Aída, un homenaje a la Internacional Comunista y a la heroína de Asturias, hasta esa casa vacía y con llave en la cerradura, que encontró Pepita… a imagen de su abandono y de la España vencida75.
Su nacionalismo está presente en la memoria de un conflicto, que el Frente Popular nunca consideró entre iguales. Porque está fuera, Carmen habla continuamente en su relato de la Patria. Josefa, desde la cárcel, sólo desea ver ondear las banderas en libertad… Una imagen reclamada por otras mujeres cercanas al aparato franquista, cuya memoria escindida y la negación del exilio político, exacerbaría aquel patrioterismo... Ella no hablaba de las diferencias ideológicas entre los miembros de la resistencia, porque seguía encerrada en un país maniqueo dónde ya no importaban los matices76.
¿Y la conciencia femenina? Pepita se afianza en ella desde sus primeras palabras y Carmen insiste en su lucha contra los prejuicios familiares de su juventud, e incluso más tarde… cuando al mandar fotos de sus hijas en bikini, su madre las escondía de las vecinas del pueblo. ¿Por qué entonces Aída la recuerda tan severa?
«Había incomprensión por las dos partes. Nosotros porque éramos adolescentes y no comprendíamos del todo el que mi madre fuera tan rígida con nosotras, y ella porque era padre y madre […] Mi madre tenía una amiga cuya hija salió embarazada sin estar casada y aquello era un drama… Bueno, yo creo que ya el hecho de haber formado parte de una organización de mujeres tan joven, es porque realmente… pero yo creo que era más avanzada en el plano político, en cuanto a la actividad de las mujeres, que con sus propias hijas […] yo creo que incluso era un poco retrógrada»77.
La guerra civil española, como la Gran Guerra antes, tuvo efectos antifeministas sobre quienes habían resultado vencidas, y no sólo por el anacronismo barroco del Franquismo. Las mujeres que lo perdieron todo, como decíamos al principio, escogieron entre dos conductas: la de continuar rompiendo barreras, o la de construir su propia familia. Y paradójicamente fue Carmen, que salió hacia el exilio, quien mantuvo esa austeridad con sus hijas, por encima de Pepita, que sufría una dictadura78.
Quizás fuera demasiado lo que sobrevino en los 50. Mientras en Mallorca una lograba recomponer su vida, en Marruecos la otra perdía a su marido, que acusado en 1947 de dirigir la guerrilla en Andalucía, fue recluido en Santander y ajusticiado en Granada con garrote vil, en 1956. Mientras hubo esperanza, Carmen Tortosa se entregó a la cúpula del Partido, dejando a sus hijas en manos de sus camaradas. Cuando todo acabó, se hizo enfermera y alimentó en ellas la idea de volver a su país… Como el resto de exiliados, brindaron cada navidad por “el año que viene en España”, pero desde niñas, ellas aprendieron el valor de lo secreto. Vivieron en una atmósfera de silencios y sobrentendidos, donde las cartas a su abuela analfabeta se llenaban de circunloquios para despistar al lazarillo que se las leyera79.
«Ella se sintió muy mal, porque un poco se sentía culpable de todo lo que estaba pasando. Tampoco volvió a ver a su padre vivo, a su hermano… Le afectó mucho […] Tampoco nos habló y siempre, te digo, cuando ella hablaba dejaba entender las cosas pero no… no lo hablaba claramente […] o no preguntábamos lo suficiente. Esas cosas no se hablaban, eran como unos secretos que no… para ella recordar todo eso era un poco doloroso»80.
Sólo ellas saben cómo después de tanto tiempo, de tanto silencio, les quedaron ganas de volver a Almería y persistir en sus ideas. Carmen lo hizo por primera vez en 1973, y a punto estuvo de quedarse en Barcelona tras la muerte de Franco. Josefa se instaló definitivamente en 1969, e ingresó en 1975 en el PSOE. Sin embargo, ambas se sentían decepcionadas con la Monarquía, y reivindicaron las conquistas republicanas. Una vio materializados sus sueños en la revolución cubana; pero la otra, al escuchar el primer discurso del rey, exclamó: “¿Y yo he esperado cuarenta años para esto?”
Quizás por eso, la cronología de sus memorias se agota mucho antes, entre 1942 y 1945, periodo clave para la resistencia antifranquista, y más que suficiente para “ajustar cuentas” con el pasado. Para Aída, su madre empezó a escribir demasiado mayor y cansada. María José revela, emocionada, que la suya murió sólo unos meses después de terminarlas, en 1994.
- Este trabajo queda además enmarcado en el Proyecto de Investigación I+D+i “Derecho, Dictadura y Memoria” (N.º Ref DER2009-10446/JURI, Ministerio de Ciencia e Innovación). Agradezco a mi colega, el Dr. Óscar Rodríguez Barreira, su ayuda en la redacción en este artículo.
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- Entrevista a María José Martínez Collado, 17-I-2001.
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- Entrevista Aída Beneyto, 22-VIII-2011. Documental “Las Voces Silenciadas” (29Letras-Rocamar).
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- Entrevista a Aída Beneyto Tortosa, 22-VIII-2011 y RODRÍGUEZ, Sofía: “Los secretos de la memoria. Guerra Civil, Franquismo y Fuentes Orales en Almería”. Pasado y Memoria, 7 (2008), 263-283.
Carmen Tortosa
Pepita Collado en la Puerta Purchena (1936).
Carmen Tortosa y su compañero José. (Casablanca, 1942).
Reverso foto de Carmen Tortosa y José.
Salvoconducto al salir de Saturrarán (Guipúzcoa).
Sellos de libertad vigilada.
Carmen Tortosa en La Habana (1974).